¡FUEGO!

Compártelo ya grumete!

Mierda… ya ha vuelto a pasar. Se nos ha colado un lote de confeti entre los barriles de la pólvora, y hemos vuelto a cargar los cañones con serpentinas y matasuegras. Ni siquiera tener el casco de este barco hecho de hierro puede lograr hundir al enemigo con semejante munición para atacar…

Miro al capitán de artilleros. Lo conozco. Serví con él cuando ambos estábamos aún en la Marina Real. Yo fui el primero de los dos en darme cuenta de que, aun sirviendo a la patria, era más divertido hacerlo en la salvaje e incierta vida de la piratería. Ahora lo han enrolado también en este barco, y debo decir que me alegra tenerlo aquí. He visto a ese hombre sembrar el terror en los siete mares de la NFL, desde pasar por la quilla a toda la tripulación enemiga sin despeinarse a arrancar una victoria disparando con las últimas balas que nos quedaban, cuando nuestro barco ya hacía aguas por todas partes, dejando a todo el mundo estupefacto y sin saber cómo logró llevar ese bergantín hecho un Gruyere a conquistar el Lombardi.

Cuando tienes una carrera con tantos éxitos, dejas muchos odios por el camino. A cada puerto y taberna, a cada hospedaje y fortín que he visitado en todos estos años, he encontrado gente maldiciendo su nombre, lamentándose del estado en el que dejó sus barcos, soñando con el día en que la mar se lo tragara y lo hiciera desaparecer. Cada noticia que llegaba acerca de que su barco había naufragado lo celebraban como una boda, haciendo correr el licor del veneno y riendo a carcajadas con odio y desesperación a partes iguales. Solo para, en cada ocasión, terminar atragantándose cuando le veían entrar de nuevo en el puerto.

He escuchado a muchos marineros hablar sobre el fantasma de David Jones. Dicen que es imposible matarlo, que su maldad acecha los puertos del football sin que nadie esté nunca a salvo. No importa cuántas veces hayan querido cobrarse el premio que hay por su cabeza, siempre regresa. Pero yo sé que no es David Jones.

Yo sé la verdad. Sé que es él. Mi capitán de artilleros.

Los mejores años pasaron. Ahora tiene un garfio en una mano, y su vista de águila no es la que era. Pero su leyenda es tan grande que aún hoy, cuando arma una pieza, veo al enemigo palidecer y abrir los ojos como platos, rezando porque sea una de esas veces en las que su viejo catalejo esté empañado y la bala pase a diez metros sobre sus cabezas. En ocasiones pasa, el tiempo es cruel con todos, incluso con los espectros inmortales. Entonces les veo reír de esa forma nerviosa y desquiciada, tratando de disimular el charco de orina que hay bajo sus pies, rezando en silencio por no tener que volver a cruzarse con él nunca.

No tengo duda de que algún día Poseidón lo reclamará y no volveremos a verlo. Todos los que vivimos en estos mares sabemos que llegará el momento de saldar cuentas. Ese día al fin respirarán tranquilos todos aquellos que le odian pero, en secreto y sin confesarlo ni a un obispo, contarán a sus hijos que compartieron aguas con el terror de los mares. “Yo vi navegar al mejor artillero de todos los mares” dirán con la boca grande, cuando crean que hablar de tiempos pasados les dará prestigio y autoridad sobre los grumetes.

Sí. Ese capitán de artilleros al que despreciáis, al que deseáis ver desaparecer de todo puerto conocido. Entre delirios febriles nocturnos soñaréis con sus aventuras, con sus logros y los barcos que hundió. Porque en el fondo, en uno tan oscuro que jamás le daréis voz, desearíais haber podido navegar con él y disfrutar de los tesoros conquistados.

Pero nosotros sí estamos aquí. Somos sus hombres. Nos haremos a la mar bajo su bandera cada domingo, cada lunes o cada jueves que sea necesario. No sé si volveremos a saquear Puerto Lombardi, saben los dioses lo difícil que es lograrlo, pero también sé que nadie lo ha hecho más veces que él. Dudad. Criticadlo. Clamad que su cuerpo debería aparecer ahorcado, colgando de la entrada de la bahía para escarmiento de demás piratas, corsarios, bucaneros y demás gentuza de a bien. Pero rezad porque un día no os levantéis y veáis su bandera hondeando en el horizonte. Porque os aseguro, y lo sabéis, que ese día lo vais a pasar realmente mal. A ese hombre no se le agota nunca la sed de éxitos. Quiere todos los tesoros que oculta este mar. Todos… hasta la última moneda. Puedes ver el brillo codicioso del oro en su mirada. No le importa nada más. Y a nosotros tampoco.

¿Um? ¿Cómo dices? ¿Que no cumplió con los protocolos de la reina en su última travesía? ¿Que no saludó al capitán del otro barco cuando nos tuvimos que volver a puerto con la derrota? Pues no me extrañaría. Lo conozco bien. Nunca ha tragado bien el fracaso. Le he visto sentarse sobre la arena de la playa, agarrándose las rodillas lleno de rencor y rabia, mientras veíamos nuestro barco hundirse. Todos se reían de él. Se reían menos al año siguiente, viéndole llevarse los tesoros de Lombardi una vez más, como ya he dicho. ¿Qué? ¿Que eso le convierte en un capullo? No sabría decirte, puede ser. Probablemente…

… ¿Y a mí que me importa? ¿Te crees que lo quiero de novio de mi hija? Lo que quiero de él es el olor de la pólvora, los gritos del abordaje, ver la bodega llena a joyas. ¿Crees que la vida del pirata es para gente de pellejo fino? Supéralo. ¿O es que te tiembla tanto la mano al tenerlo delante que solo te queda maldecirlo en la taberna, matasietes de tres al cuarto? No me interesan en absoluto esas charlas de borrachos, ahogando en el alcohol la pena por los restos naufragados que dejó por todo puerto conocido.

Y sea donde sea donde nos lleve, yo estaré con él. No me importa si es a los encantos de Isla de Tortuga con la bolsa repleta de oro o a naufragar a las profundidades más insondables del mar. Todos los que aceptamos tomar esta vida sabemos que esa es nuestra suerte. Somos bucaneros, no lloramos como vosotros, mequetrefes de tierra. El día que este barco se hunda nos sorprenderá con una sonrisa en la boca.

Así que sí. Mientras siga navegando en estos mares, defenderé a mi oficial al mando. Y cuando se haya marchado para siempre, y no quede de él más que la silueta de su buque entre la niebla del horizonte, defenderé su legado. Porque, como artillero, lo merece. Y no me importa nada más. Porque es el mejor hombre que he visto calibrando el tiro de un cañón.

Él. Mi capitán de artilleros. Thomas Edward Patrick Brady.

Foto: Getty Images. Nación Deportes.

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