Hace tres años tuve la “magnífica” idea de dedicar más de la mitad de mis pensamientos diarios a esto del fútbol americano, a esto de los Bucs. Pensé que, para no dispersarme demasiado, sería más fácil aprender de la mano de algún equipo. Y eso hice. Sin querer saber nada del pasado o presente de cada uno, busqué los logos en Google y elegí uno al azar. Bueno, quizá no fue el azar lo que me llevó a los Bucs, quizá fue el viento… o el mar. Ser isleña es lo que tiene, que ves una bandera pirata y ya es tu bandera, ves un barco y te embarcas en él.
No es nueva para mí la sensación de estar perdida, de no entender nada, de sentirme diferente, de navegar a la deriva. Y ya te digo yo, que adentrarse en el mundo de este deporte, pasados los 30 años y sin tener ni idea, es querer perderse adrede… y para siempre. Y claro, después de tomar la gran decisión, comenzaron las dudas, las preguntas y el conocer a compañeros de travesía.
Y entonces descubro que Martín Gramática es el kicker más querido por los bucaneros; que tuvimos un “tren” que arrasaba por donde pasaba; que nacimos siendo tan malos que tardamos 26 partidos en dar el golpe en la mesa; que, aunque tenemos una Super Bowl, nunca hemos sido los más populares y que, ahora lo somos más, porque el señor de los anillos ha llegado a la Bahía. Porque sí, porque ahora te pones una gorra de TB y eres el más chulo del barrio, porque llevas 2×1 en la cabeza: al mejor QB de la historia y a la Bahía de Tampa. Es importante añadir que la nueva normativa bucanera, aquella que entró en vigor el día que Tom Brady estampó su firma, aconseja llevar dos chalecos a bordo: el salvavidas y el antibalas, el primero para cuando te ahoguen las penas y el segundo para evitar que te maten las críticas.
Es cierto, no soy bucanera de cuna, no llevo años sufriendo en cada batalla de los Bucs, pero mis batallas he librado y sé lo que es sufrir. Créeme si te digo que no hace falta que corra sangre de Tampa por mis venas, ni haber vivido las mil y una aventuras de este equipo para que los domingos hayan cobrado (al fin) sentido, aunque muchos de esos domingos duelan.
Porque cuando has cruzado esa pasarela ya no hay tormenta que te baje del barco, ni Mahomes que te suba al suyo. Cuando dejas de ver a un montón de señores dándose golpes y empiezas a darte cuenta del mundo tan complejo y, a la vez, fascinante en el que te has metido, ya no quieres salir. Y te sientes cómoda entre el vaivén de las olas.
Y comprendes que este es tu hogar.
Y te quedas.